Del odio moderno a la alta cultura

Ignoro de dónde procede exactamente el odio contemporáneo hacia la denominada “alta cultura”. Cuando aparece esta expresión, la mitad de la gente la desprecia por elitista; la otra mitad, por caduca. Creo que los primeros mezclan lo social con el producto de lo social: no puede haber un arte elitista como no puede haber unas matemáticas elitistas. Cierto que el arte elige su público y las matemáticas no, pero los procesos de recepción para ambos, en nuestro mundo, son los mismos. Más adelante me explicaré mejor. En lo tocante a los segundos (esto es, a quienes la desprecian por caduca), solo puedo añadir que atinan a medias. En efecto, está caduca. ¿Pero eso la convierte en despreciable?

I

Si la siempre sospechosa Wikipedia no nos engaña, el concepto de “alta cultura” aparece por primera vez en un libro del inglés Matthew Arnold, pero en una acepción muy distinta a la que ahora usamos. Parece que el espaldarazo definitivo lo recibió ya en el siglo XX, pero no he podido rastrear cuándo se puso de moda la expresión, aunque todo apunta a que apareció justo cuando la alta cultura agonizaba. Aplicando el término sobre la historia del hombre, se nos dice que alude a aquel tipo de cultura que solo se adquiría tras años de esmerada y sostenida educación, y era –por tanto– patrimonio privado de las élites.

En ese sentido, afirmo que las matemáticas necesarias para titular en una ingeniería son también alta cultura, y tal adiestramiento cultural no difiere apenas del requerido para componer con solvencia una sinfonía o para escribir algo semejante a “La muerte en Venecia”. Considerar elitista o clasista los frutos de una instrucción musical o literaria, pero no los frutos de una instrucción matemática, constituye un error de juicio. El origen de este error seguramente se encuentre en el hecho de que el arte no sirve para nada práctico y las matemáticas sí. Por eso se antoja menos clasista y más universal la construcción de un rascacielos que aprender a tocar las sonatas de Beethoven. Al fin y al cabo, un rascacielos está ahí para todo el que entre por su puerta, pero para apreciar las sonatas de Beethoven hace falta un mínimo de sensibilidad musical. En un mundo en que los placeres del espíritu han sido sustituidos por el consumo de ocio, la propia expresión “placeres del espíritu” mueve a risa. Lo importante es siempre lo práctico, lo útil, lo que entretiene por lo menos, lo que posee un fin. Disfrutar del arte, por desgracia, es un fin en sí mismo.

Lo cierto es que aprender a componer una sinfonía está al alcance de muy pocos. Y lo lógico sería desear que estuviera al alcance de todos. Hace falta mucho tiempo libre, y mucho amor por algo ajeno a nosotros mismos, para conocer a fondo la música y sus pormenores; o la matemática y sus pormenores; o la literatura y sus pormenores. Hacen falta años y años de lecturas y escuchas, de conversaciones, de maestros, de pensamientos en soledad. No todo el mundo dispone de tanto tiempo: por eso la alta cultura es casi siempre el lujo de aquellos que no tienen que trabajar, que han cubierto otras necesidades, que pueden alejarse de sus preocupaciones. Cuanto más precaria es la vida y más mediado está el ocio por la industria del consumo, menos posibilidades de desarrollo artístico hay.

Risalía y el yung

Por lo demás, obvia decir que quien dedica su vida íntegra a una sola tarea, por lo general lo hará con mejor fortuna que quien solo le dedica algunos ratos libres en medio de trabajos sin fin y preocupaciones económicas. Hay genios en todas partes, pero si cogemos a cien personas y metemos a cincuenta en el conservatorio mientras les damos ropa, comida y cama, mientras a los otros cincuenta los metemos en una oficina de ocho a siete para poder subsistir, lo más probable es que los cincuenta primeros acaben sabiendo más de música que los segundos. Pero no porque los primeros sean unos infames elitistas, sino porque han tenido la suerte de ser educados así.

Por eso resulta absurdo tachar de “elitista” o “clasista” a quien desdeña, por ejemplo, el reaggetón, y prefiere texturas musicales más ricas y estimulantes. Sobre gustos no hay nada escrito y habrá músicos de conservatorio que disfruten mucho con el reaggetón, pero ninguno podrá sostener con seriedad que es un arte superior al de las sinfonías del siglo XIX, incluyendo las flojitas.

II

Detrás de esta corriente actual de abierto desprecio o relativización hacia los logros culturales más profundos de Occidente se esconde un extravagante sarcasmo: en vez de reclamar tiempo libre y saber (menos horas laborales, mayor autonomía económica, más conocimiento del mundo), se defiende a capa y espada el arte resultante de la falta de tiempo libre y de conocimiento. Esta falta de tiempo libre y de conocimiento no se debe a la pureza de corazón de pueblo alguno, sino a la explotación laboral y vital del modelo de producción y consumo capitalista y sus tentáculos, que impiden todo intento por parte del sujeto de instruirse en profundidad en aquellas artes que más ama.

Parece mentira que sea (por lo general) la izquierda quien se sitúa contra la «alta cultura» mientras defiende un supuesto arte «popular» que ya no existe. Tenía cierto sentido dentro del discurso marxista contra la obra de arte burguesa, pero aparte de que esta cuestión ha sido ya mil veces debatida, creer todavía en un arte popular resulta grotesco. El pueblo ya no fabrica romances a las orillas del río: imita de modo burdo las pautas que la MTV o el algoritmo de Youtube han impuesto por motivos meramente comerciales.

Lo que tenemos ahora es una cultura de masas, una industria de producción masiva de arte enlatado y listo para consumir. Si algo no mueve dinero, queda excluido de esa industria. Lo que hacen los raperos no es cultura popular, sino sometimiento a los flujos del mercado, hasta el punto de que un rapero que no diera ni un euro de beneficios podría ir ya pensando en dedicarse a otros menesteres. Al menos a Beethoven no se le exigía que fuera rentable para componer: la alta cultura podía permitirse el verdadero arte por el arte. El arte popular, también. La cultura de masas, jamás.

Por eso, seguramente hoy ya no quede ni cultura popular, ni alta cultura. Lo único que queda es mercadotecnia y contabilidad.

 

III

En lo que a mí respecta, me he criado en este mundo nuestro y escucho tanto a los Jefferson Airplane o a Rosalía como a Stravinsky, según mi estado de ánimo o mis apetencias, igual que me encanta ver películas de Steven Seagal. Pero soy consciente de que hay un arte más sofisticado que otro, un arte peor que otro (en términos objetivables), y que “Alerta máxima” no supera ni iguala “Sonata de otoño”, de Bergman. Y lamento no tener ni tiempo, ni dinero para estudiar música a fondo en un conservatorio, para estudiar cinematografía o para sacarme unas cuantas carreras más, como Filosofía, Matemáticas, Física o Historia. No por afán de acumular titulaciones, sino por afán de saber y de disfrutar.

Anhelar la instrucción suficiente para valorar los frutos del pensamiento humano en todos los ámbitos no está reñido con el disfrute de la cultura popular, allá donde la hay. Ni con el consumo placentero de la cultura de masas, allá donde nos la inyectan.

Beethoven

Pero hace falta ser muy necio y patán para arremeter contra la “alta cultura” como si esta constituyese algo vergonzoso, o algo contra lo que arremeter, o algo que pueda politizarse en bloque. Y más todavía si en esa alta instrucción se dejan de lado otras altas instrucciones, como la matemática, que otorga además mayor poder social (sin duda se cotiza más un experto en estadísticas de bolsa que un experto en literatura barroca, por mucho que ambos hayan dedicado un esfuerzo igual en aprender los entresijos de su arte). Da la impresión, en esto como en casi todo, de que al final solo se meten con aquellos a quienes saben derrotados de antemano. La mera contraposición en disputa (entre cultura popular y alta) es de por sí una torpeza. Entre otras cosas, porque a estas alturas hasta la burguesía (la aristocracia está ya muerta) empieza a estar pasada de moda. Poco a poco, solo vamos quedando las masas y un hatajo de gente igual de hortera pero con mucho dinero.

 

 

 

P.D 1: Resulta bastante irónico también que el moderno odio a la alta cultura, sobre todo, haya sido articulado por filósofos. Pues seguramente sea esta la única profesión que se ve obligada a vivir perpetuamente dentro de la alta cultura: no hay “filosofía popular” (exclúyase aquí la idea de “conjuntos de dichos, refranes o pensamientos de un pueblo”). Para hacer filosofía, para pensar y profundizar a fondo en las cosas del mundo, hacen falta tiempo –para pensar mucho– e instrucción –para no repetir lo que ya se dijo, y caer en lo banal.

 

P.D 2: Los mejores y más convincentes ataques contra la alta cultura que yo haya leído nunca se encuentran en un libro despreciado por casi todo el mundo, pero que a mí me ha parecido siempre magnífico: “¿Qué es el arte?”, de León Tolstói. También está bastante bien “Introducción a la teoría literaria” de Terry Eagleton, pero el señor Eagleton es un tramposo y no juega limpio cuando argumenta. No obstante, plantea dudas muy interesantes sobre la cuestión del arte como fruto de lo social. “La estética como ideología”, también de Eagleton es un libro superior y muy bien articulado, pero apunta en una dirección algo distinta.

 

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